martes, 1 de noviembre de 2011

La caza de brujas


La superstición bajo las formas de la hechicería y la magia ha sido una constante a lo largo de la historia de la humanidad desde la ignorancia a la ilustración. Durante la era cristiana, tanto la Iglesia como el Estado se unieron para erradicar la creencia en las brujas y el mal que de ellas podía derivarse.

La Iglesia ha sostenido que Dios es el Dueño y el Señor absoluto del universo y Su dominio es total. Satanás es una realidad, por supuesto. Pero Jesús sojuzgó al «hombre fuerte», de tal modo que Satanás carece de poder sobre el hombre o la bestia, salvo cuando puede tentar a los humanos a hacer el mal, o contaminar sus mentes con la oscuridad y la superchería.

Esta sabia consideración cesó durante largo tiempo. No existía nada en los ritos de la Iglesia contra las brujas. Los cánones eclesiásticos exponían que los creyentes debían ser instruidos acerca de las falsedades y apartarse de toda insensatez nigromántica. De los que la practicaban, algunos eran malignos, otros perturbados, todos engañados. Se sostenía que era una superstición anticristiana creer que las brujas estaban en posesión de poderes sobrehumanos que empleaban para perjudicar a los hombres. Los canonistas se apoyaban en el antiguo Concilio de Ancira, del año 314, para sostener sus argumentos. Ancira, creyeron, enseñó que la brujería era simplemente una ilusión diabólica sin base alguna de realidad.

Todo el conjunto de canonistas primitivos, Regino, Ivo y Burchard, siguieron esta línea. Y también lo hizo el más influyente de todos ellos, Graciano, en sus Decretales, sección 364. Dichas brujas son dementes y, diría, «creen y llevan a cabo, en la oscuridad de la noche, cabalgatas sobre determinados animales con la pagana diosa Diana y una innumerable horda de mujeres, y en estas horas silentes recorren volando grandes distancias del país y todos las obedecen como sus dueñas».

Las personas corrientes no solían ser tan sofisticadas. Entonces, como ahora, se sentía fascinadas por todo lo que hiciese referencia a hechicerías, astrologías y horóscopos. Compraban filtros de amor y amuletos en los mercados, anillos mágicos y espejos encantados. La cristiandad nunca erradicó por completo los rituales del antiguo paganismo. De ahí que los creyentes se sintiesen atemorizados por los cometas y las señales nocturnas en los cielos, retribuyeran a personas estrambóticas para que les encontrasen agua u ocultos tesoros guiados por una ramita de avellano. Más que nada, les atemorizaban las brujas.

Éstas, viejas decrépitas casi siempre, a veces bendecían al pueblo, la mayoría lo maldecían, creando desolación. Si cuando pedían limosna eran rechazadas, sus maldiciones causaban daños inimaginables a los humanos, animales y tierras. Les achacaban la pérdida de una vaca, la muerte de una criatura o una plaga de orugas. Estas brujas no eran los edulcorados emblemas de un moderno Hallowe'en, Vísperas de Todos los Santos, aunque incluso niños con horribles máscaras y negros gorros puntiagudos, palos de escoba y gatos de cartón-piedra todavía pudieran causar un involuntario temblor en una noche oscura. Las verdaderas brujas de los años del oscurantismo, sucias y despeinadas, constituían motivo de terror infinito, incluso para el clero que las consideraba como rivales con respecto a las almas de su feligresía.

Por todo ello, la ortodoxia escarneció durante siglos la idea de que las brujas «tuvieran poder para cambiar los humanos en bien o en mal, incluso de variar su forma».

Entonces llegó el gran cambio.

La intervención de la Inquisición

Gregorio IX, que fundó la Inquisición en 1231, fue el principal responsable. No tardaría en recibir informes secretos de sus inquisidores en el sentido de que las brujas se estaban multiplicando de una manera alarmante. Si anteriormente había existido la hechicera ocasional de una villa, pueblo o caserío, ahora una nueva y terrible maldición se había instaurado entre los hombres. Si su información era correcta —y él nunca lo dudaba—, la Iglesia no solamente estaba luchando por su existencia, estaba luchando por la supervivencia del mundo.

Una vez interrogadas, un gran número de mujeres confesó su condición de bruja y de entregarse a las más odiosas prácticas; éste era el tipo de rumor que llegaba a oídos del papa. Una de sus fuentes de información era el sádico cura Conrad, originario de la pequeña población alemana de Marburgo. Asceta, luego de haber atestiguado la muerte en la hoguera de un cisterciense condenado por herejía, concibió la idea de que la salvación no podía alcanzarse solamente a través de la pena. Su más famosa conversa fue Elizabeth, viuda del margrave de Turingia. Tenía dieciocho años, con tres niños a su cuidado, cuando Conrad la convenció de que abandonara a sus hijos para trabajar entre los leprosos y los desamparados. Para que fuese más espiritual, le ordenó que se desnudara y la azotó hasta que la sangre corrió por el suelo. Diría a su confesor: «Si me atemoriza un hombre como éste, ¿cómo será Dios?».

Personalmente, el papa Gregorio eligió a Conrad para que investigase un grupo de herejes llamados luciferianos. Mediante tortura, les forzó a confesar tales horrores que dejó preocupada a toda Alemania. Los desvaríos de los atormentados dementes fueron aceptados por Conrad como una verdad evangélica y así lo retransmitió al pontífice. Gregorio tomó la determinación de que estos monstruos debían ser borrados de la faz de la tierra, sin distinción de edad y sexo. Deben haber hecho un pacto con Lucifer, el Príncipe de las Tinieblas, decidió. Estaban contaminando la Tierra.

Conrad trabajó con tesón para eliminar cuantos herejes pudo. En Estrasburgo, quemó ochenta hombres, mujeres y niños. Nadie fue dispensado, ni los obispos. Durante seis años, sostuvo una campaña de terror hasta que fue asesinado. Su tarea le sobrevivió en la mente y la legislación de Gregorio IX.

El pontífice aceptó sin reservas que el demonio se aparecía en los aquelarres de las brujas transformado en un sapo, en un espectro pálido y en un gato macho negro. Durante las reuniones, incitaba a sus seguidores a entregarse a las más obscenas prácticas.

Tan pronto como Inocencio IV sancionó la tortura, las confesiones de las brujas fueron cada vez más increíbles. Regularmente, se mandaba a la hoguera a mujeres viejas que admitían haber tenido relaciones sexuales con Satanás y concebido descendencia suya que nadie había visto. La imposibilidad de ver a la prole de Satanás las hacía a todas ellas tanto más amenazadoras.

El rey de Francia convenció al papa Clemente V (1305-1314) para que investigara a los caballeros del Temple, orden fundada para proteger el Santo Sepulcro contra los sarracenos. El rey ambicionaba sus tierras y posesiones. Los templarios fueron torturados por la Inquisición, culpados de herejía; uno de ellos, amedrentado por las llamas, chillaría: «Admitiría con júbilo haber matado a Dios». Lo que emergió fue otro
revoltijo de abominaciones. Confesaron rendir culto a un enorme ídolo en forma de macho cabrío llamado Bafomet. Dijeron que el demonio se les había aparecido en forma de gato macho negro y que habían fornicado con los demonios en forma de mujeres. Cincuenta y nueve caballeros templarios fueron quemados en un solo holocausto.

Con la credulidad de los papas y los terrores de la Inquisición, la doctrina acerca de la brujería varió. Había dejado de ser una ilusión de viejas dementes. Y con el cambio de percepción vino el pánico siempre en progresión. El Anticristo procedía a apoderarse de la Tierra. Nadie podía estar seguro de quién era bruja y en dónde podía surgir. Como en una novela moderna de ciencia ficción, los hombres se despertaban por
las noches para descubrir que sus mujeres, a las que habían conocido y amado durante años, eran brujas en secreto. En realidad, sus hijos no eran de ellos, sino del diablo. En algunos lugares se consideró que había más brujas que mujeres normales, prueba de que el fin del mundo estaba cerca.

Una orgía de destrucción

Por muy espantosa que fuera la persecución de brujas entre los siglos XIII y XV, según Lea, constituyó tan sólo el preludio a «las ciegas y disparatadas orgías de destrucción que infamaron el siglo y medio siguiente. Parecía como si la cristiandad hubiera echado raíces en el delirio». La prolongación inusual del invierno o una mala cosecha eran motivos suficientes para organizar una serie de quemas de estas desventuradas mujeres.

¿Qué dio origen a este rebrote de fanatismo? La respuesta se encuentra en la bula de Inocencio VIII,
 Summis desiderantes affectibus, fechada en diciembre de 1484. Estaba dirigida contra la vieja tradición de la Iglesia. La proliferación de viejas trastornadas bajo la tortura fue asumida como parte de la fe cristiana.
Hombres y mujeres desviándose de la fe católica se han entregado voluntariamente a los demonios, incubi y succubi [pareja sexual masculina y femenina], y por sus hechizos, maleficios, sortilegios y otras abominables ofensas mataron criaturas aún en el seno de su madre, como también las crías de las reses, destruyendo los productos de la tierra... Impiden que los hombres lleven a cabo el acto sexual y que las mujeres conciban; por consiguiente, los hombres no pueden poseer a las esposas ni las esposas entregarse a sus maridos.

Esta es la más clara autentificación de la brujería. Desde 1484, todo aquel que la ignorase, fuere obispo o teólogo, quedaba clasificado como hereje. El papa había hablado; la cuestión estaba zanjada.

Ahora, las hechiceras confesaban bajo tortura que se apoderaban de una sagrada forma, la entregaban a un sapo, lo quemaban y mezclaban sus cenizas con la sangre de un recién nacido, a poder ser no bautizado, añadían polvo de huesos de un hombre ahorcado y un puñado de hierbas. Todo este potingue era untado sobre el cuerpo de la bruja. Mediante un palo entre las piernas, era conducida al lugar del aquelarre de las brujas.

Por fantástica que resultase dicha declaración, estas mujeres debían ser exterminadas. ¿No se decía en el Éxodo: «No consentirás que hechicera alguna exista»?

Para dirigir la matanza, Inocencio otorgó su propia «suprema autoridad» a dos dominicos. Estos inquisidores, Heinrich Kramer (o Institoris) y James Sprenger (conocido por Apóstol del Rosario), operaban en Alemania, el primero en el norte, el segundo a orillas y a lo largo del Rin. Conjuntamente escribieron Malleus Maleficarum (El martillo de las brujas), en 1486. Según los historiadores, provocó más muertes y desgracias que ningún otro libro.

En la actualidad, es un libro de cabecera para informarse acerca de las penalidades impuestas a las brujas. Contiene un corpus teológico completo sobre hechicería que resulta insuperable por las insensateces presentadas como análisis científicos. Durante tres siglos se halló en el estrado de todo juez, sobre la mesa de todo magistrado. El prefacio de las numerosas ediciones de esta obra repleta de perdición era la bula de Inocencio VIII.

Malleus Maleficarum

Al comienzo del libro, los autores manifiestan su convicción maniquea: Satanás influye directamente sobre los seres humanos, hasta el punto de variar su forma originaria causándoles un daño permanente. «De este modo —concluyen—, podrían destruir el mundo entero y provocar una total confusión.»

Una de las primeras cuestiones de la obra es: «¿puede el Diablo tener descendencia?». La respuesta es afirmativa.

Los participantes en los aquelarres de las brujas son trasladados por los aires o a caballo de un palo o escabel, o bien van montados sobre un demonio en forma de perro o macho cabrío. Se encuentran con el diablo, el cual se presenta como un animal astado: ciervo, chivo, toro. Después de los más infernales ritos y orgías sexuales, las brujas copulan con el mismo Satanás.
¿Cómo es posible semejante copulación? Kramer y Sprenger facilitan la respuesta: inseminación artificial.
Los demonios participan en la copulación no como motivación esencial, sino como motivación artificial secundaria, desde el momento que buscan impedir el proceso normal de copulación y concepción, consiguiendo esperma humana y transportándola ellos mismos.
En el coito con los humanos, el incubus demoníaco actúa como la parte masculina, el succubus demoníaco actúa como la parte femenina. En el caso de los incubus, «el semen no fluye de él, siendo como es el semen de otro hombre recogido por él para este fin». El hijo nacido de la relación sexual satánica no es estrictamente hijo del diablo; éste sólo insemina a la mujer de forma artificial. Su objetivo es contaminar a los humanos a través de la ya contaminada boca del sexo. Ya que ¿no es a través del sexo que el pecado original pasa de una a otra generación, el pecado que aliena la raza humana de Dios? En ninguna otra parte no hay mayor evidencia de la repugnancia que sentía el clero medieval hacia el sexo como en el Malleus Maleficarum. El diablo, impotente para afectar otras esferas de la actividad humana, derrama un arrobamiento sobre el sexo y el sexo actúa. La razón es la siguiente: «El poder del diablo reside en las partes pudendas de los hombres».
En una exposición pseudocientífica, explicaban cómo efectuaban los demonios el traslado del semen masculino a través de grandes distancias sin que perdiese su calor procreativo. Se movían con tal rapidez que no había tiempo de que se evaporase.

Los demonios poseen otra prodigiosa habilidad: pueden hacer que los varones pierdan su sexo. El hecho de que estos fragmentos se encuentren en el libro más cruel jamás escrito no impide que puedan ser tan bufos como los de Rabelais. El primero se refiere
a un venerable padre de los dominicos de Spira, conocido por la honestidad de su vida y su sabiduría. «Un día —explica—, mientras estaba confesando, se me acercó un joven, y durante su confesión, con aflicción dijo que había perdido su miembro. Sorprendido por ello, y no deseando dar crédito inmediato, pues, según opinión de los sensatos, sería señal de frivolidad creer con demasiada facilidad, obtuve la prueba de ello cuando no vi nada al sacarse su ropa el joven y mostrarme el lugar. Entonces, recurriendo a la máxima prudencia, le pregunté si sospechaba de alguien que pudiera haberle hecho un maleficio. Y el joven replicó que sospechaba de alguien, pero que ella estaba ausente y vivía en Worms. Entonces, dijo: "Le aconsejo que vaya en su busca lo antes posible y trate de la mejor manera de enternecerla con palabras amables y promesas"; y así lo hizo. Regresó al cabo de unos días para agradecérmelo, diciéndome que estaba entero y lo había recuperado todo. Y creí sus palabras, ya que de nuevo dio prueba de ellas, mostrándomelo ante mis ojos.»
Las confesiones debieron de ser bastante interesantes en aquellos tiempos.

Después, se utiliza la teología escolástica (definida por santo Tomás More como «el ordenamiento de un macho cabrío en un tamiz») para aclarar este fenómeno. Según Kramer y Sprenger, el joven, pese a las apariencias, no habría perdido su miembro. El demonio se lo habría arrebatado a la ligera, ya que el sexo es la base fundamental del control de los hombres. Más bien, el demonio, mediante la prestidigitación, hace que el miembro viril desaparezca y no pueda verse ni sentirse. El demonio no es capaz de engañar a un hombre casto —no con respecto a su propio miembro, en cualquier caso—, aunque si este casto varón, como el venerable confesor de Spira, observase a otra persona puede que no fuera capaz de ver eso.

El demonio porfía arrancar el miembro viril si se le antojaba, lo cual sería muy doloroso. Pero, por las razones teológicas antedichas, es reacio a llegar a tales extremos.
Por medio de la tortura, los inquisidores habían obligado a confesara las brujas que coleccionaban órganos sexuales que, presuntamente, sólo eran masculinos.
¿Qué cabría pensar de semejantes hechiceras que... coleccionan órganos viriles en gran número, tantos como veinte o treinta, y los colocan en nidos de pájaro, o los encierran en cajas, donde se mueven como miembros vivientes y se nutren de avena y maíz?... Todo es obra del demonio y del engaño... Ya que cierto hombre me dijo que, cuando perdió su miembro, fue a ver a una conocida bruja para solicitar que se lo restituyera. Le dijo al afligido hombre que subiese a un árbol determinado y tomase el que le gustara más del nido en el cual había varios miembros. Y al elegir uno grande, la bruja le dijo: «No debes coger ése»; y añadió: «Porque pertenece a un cura de la parroquia».
Al horror por el sexo de los autores se unía el odio congénito a las mujeres. Admitían con facilidad la imagen de las mujeres llevándose órganos sexuales masculinos. Sprenger expone sus puntos de vista en otra obra: «Preferiría tener un león o un dragón suelto en mi casa que una mujer... Flacas de mente y cuerpo, no ha de sorprender que tan a menudo las mujeres se conviertan en brujas... Una mujer es la personificación de la incontinencia carnal... Si una mujer no puede conseguir a un hombre, se emparejará con el mismo diablo».

La gran depuración


Revestidos con el poder incuestionable del papa, los dos inquisidores «cruzaron el país —escribe Lea—, dejando tras ellos una estela de sangre y fuego, despertando en todos los corazones el espanto cruel hacia todos los horrores de la hechicería, tal como les inculcaba la creencia oficial». Los autores del Malleus Maleficarum sentaron el fundamento de que una bruja debía declararse culpable por sí misma. Si no voluntariamente, entonces por otros medios.

Dado que se sospechaba que las brujas estaban poseídas por el demonio, carecían de todo derecho. Se las podía mentir, maltratar, torturar, matar. Eran tratadas como enajenadas, como ahumanas, enemigas de Cristo y de la humanidad. Los papas han dicho a menudo, incluso el
actual pontífice, que no creer en Satanás es peligroso para la moralidad. En oposición a esto aparece la espantosa injusticia de creer en Satanás durante la caza de brujas.

Se utilizaron diversos tipos de tortura. Se prensaban los dedos de pies y manos y las piernas con tornillos de banco. Las víctimas eran flageladas hasta que sangrasen. Curiosamente, el azote, el tornillo de orejas, incluso el potro eran considerados sólo una parte de los preliminares. No estaban clasificados como «tortura real».
El arzobispo de Colonia elaboró una «tarifa de tortura» que incluía cuarenta y nueve precios y sus adeudos correspondientes que debían satisfacerse al torturador por la familia de la víctima. Por ejemplo, cortar la lengua de la víctima y verter hierro incandescente en la boca costaba cinco veces más que una simple flagelación en prisión. Era una especie de supermercado de cámara de horrores. Si la bruja sufría la última pena, los torturadores lo celebraban con un banquete que también era sufragado por la familia de la víctima. Si la «bruja» confesaba, no sólo evitaba un gran desembolso a su familia, obtenía para ella un medio menos doloroso para el otro mundo: era estrangulada antes de ser quemada.

En los atestados consta que una mujer fue torturada en cincuenta y seis ocasiones y a pesar de ello no confesó. En Alemania, en el año 1629, se roció con alcohol el cabello de una mujer al que se le prendió fuego. Después, le ataron las manos tras la espalda y la colgaron del techo durante tres horas antes de que comenzase la «verdadera tortura» .

El Malleus Maleficarum fue seguido por otros manuales. Uno de ellos fue los Discursos sobre Hechicería, de comienzos del siglo XVIII, debido al francés Henri Boguet. Según su opinión, los niños deberían testimoniar en contra de sus padres. Incluso las niñas pequeñas tenían que ser torturadas para arrancarles la verdad. Si ellas mismas fueran brujas, también tenían que morir, aunque por medios más compasivos, por ejemplo, en la horca.

Los cazadores de brujas no parecieron darse cuenta de que estaban creando brujas. Bajo tortura, sus víctimas confesaban cualquier cosa que se esperase de ellas. Sí, habían hecho un pacto con el diablo a medianoche y vendido su alma por oro. Sí, se habían convertido en gatos y en otras bestias como mujeres licántropas. Sí, con su mirada diabólica habían emponzoñado pozos y, con una maldición, habían provocado tormentas de granizo y heladas fuera de estación. Sí, habían copulado con Satanás a su anciana edad (¡su pene era delgado y gélido como un carámbano, y su semen igual de helado!). Y sí, habían tenido un hijo de él, un monstruo con cabeza de lobo y con cola de serpiente, al que durante dos años habían nutrido con la carne de niños recién nacidos, antes de que dicho vastago desapareciera en el aire enrarecido.

Las brujas confesaron hechizar a las personas a las que hacían evacuar por cada orificio —boca, pene, vagina— los más curiosos objetos: mechones de cabello, agujas, piedras, porcipelos, bolas de papel con letras demoníacas. Según Peel y Southern, «un escritor, en los límites de su retorcida imaginación, atribuía al demonio un largo pene bífido que le permitía gozar simultáneamente del sexo natural y a contranatura».

Investigados por los inquisidores, conventos enteros confesaron alegremente haber fornicado cotidianamente con el demonio. Cuanto más desaforadas eran las invenciones, tanto más se iluminaban los ojos de los inquisidores. Sus peores pesadillas se veían confirmadas. Jamás sospecharon que las acusadas aceptaban sencillamente sus culpas para terminar de una vez.

Por una perversidad todavía mal comprendida, personas inocentes se personaban acusándose de los más atroces crímenes. Era como si desearan ser famosos por poco tiempo, aunque ello pudiera significar morir en la hoguera.

Estas confesiones grotescas inclinaron a los autores de los manuales a añadir en sus listas todo tipo de desviaciones sexuales desconocidas hasta ese momento. La sodomía incluyó la copulación homosexual con un demonio masculino. El adulterio incluía las relaciones sexuales de una bruja con Satanás.

Como secuela de los delirios causados por la tortura, una de las más honorables profesiones se convertiría en la más vilipendiada. En una de las declaraciones más extraordinarias que han aparecido en un libro, Kramer y Sprenger afirman: «Nadie hace mayor daño a la fe católica que las comadronas». ¿Cuál era su crimen? A veces mataban a los bebés en el útero o al poco de nacer clavándoles agujas en la fontanela, de modo que los recién nacidos, sin bautizar, fuesen directamente a la ígnea morada de Satanás. Otras, consagraban los niñitos desde su nacimiento a su dueño y señor, el demonio. En los esfuerzos más simiescos del diablo por imitar a Dios y apoderarse del mundo, las comadronas eran sus más estrechas colaboradoras. De este modo, el sector de los endemoniados se acrecentaba día a día.

Durante siglo y medio, todo el mundo, desde el rey hasta el plebeyo, sintió miedo de esta secreta organización que estaba socavando los cimientos del mundo. Se difundían narraciones acerca de aquelarres de brujas que atraían muchedumbres de más de veinticinco mil personas; todas ellas portaban velas de modo que la noche se convertía en día, todas rendían culto a Lucifer, realizando ritos que escarnecían lo más sagrado para los cristianos. Después de la bula de Inocencio VIII, la nigromancia se multiplicó, la misa negra se convirtió en una práctica trivial. Muchos sacerdotes apóstatas las oficiaban. En cierto aspecto, formaba parte de una protesta social contra la autoridad opresiva de la Iglesia; por otra parte, reflejaba el deseo de chapotear en lo oculto. A menudo, cuando se hacía uso de una hostia consagrada, se escribían invocaciones obscenas en letras con sangre.

En los páramos o en los calveros iluminados por la luna, en las convocatorias de los viernes trece o en las grandes asambleas de los aquelarres estacionales, las brujas acudían a su mascarada de rendir culto a Satanás llevando una cabeza de macho cabrío. Se invertía todo el ritual de la misa. Pisoteaban la cruz; oraban dando las espaldas al cielo y con la cara hacia la tierra; incluso danzaban hacia atrás. El demonio predicaba, asegurándoles que carecían de alma y que no había otra vida. Según las narraciones, la ceremonia concluía besando el trasero al diablo, forjando un pacto de sangre con él y, finalmente, se entregaban a confusas e indiscriminadas orgías sexuales. 
La Iglesia empleó sus propias formas de magia que contraponía a las de la magia negra. Había el agua bendita, los cirios bendecidos, las campanas eclesiales, medallas, el rosario, la invocación a los santos, reliquias, exorcismos y sacramentos.

A pesar de estas defensas, la Iglesia parecía estar perdiendo la batalla. La brujería siguió creciendo debido a los mismos métodos que los papas habían concebido para exterminarla. Bajo tortura, las brujas delataban a sus cómplices; éstas, a su vez, delataban a otras. El mundo, que hasta hacía muy poco tenía su singular hechicera en el pueblo o en el caserío acompañada por su gato, perro, corneja o cuervo familiares, ahora estaba inundado de brujas. Las brujas, se decía, tenían más devotos que la Virgen María. Constituían una contraiglesia en la que se decía que participaban muchos cardenales. El poder de Satanás casi se igualaba al de Dios.

La situación era desesperada y requería remedios desesperados. Con arreglo al Melleus Maleficarum, cualquier artificio para tratar con Satanás era legítimo. Éste era el consejo que ofrecía el libro a los inquisidores que investigaban a las brujas: prométase una pena menor si se confiesan culpables. Halladas culpables, apliqúese una pena menor antes de ser quemadas. Prométase no condenar a ninguna bruja que inculpe a otras. Seguidamente, búsquese a otro inquisidor para que la condene. Muchas brujas subían a la hoguera lamentándose que les habían prometido el perdón a cambio de facilitar nombres o por confesar su culpabilidad.

Ni siquiera Kramer y Prenger fueron capaces de explicar por qué daban crédito a brujas que eran portavoces del «Padre de las Mentiras», ni cómo las brujas, aparentemente tan terribles, se dejaban capturar sin luchar, torturar y matar. No existe ni un solo caso registrado en que una bruja maldijera con éxito a un inquisidor, cegara a un torturador, sobreviviera tras ser quemada en la hoguera.

Las ejecuciones se multiplicaron. Anteriormente, se habían producido una o dos, ahora las quemas se hacían en serie. Entre las condenadas había niñas de seis años. «Un obispo de Ginebra —escribe Lea en The Inquisition in the Mídale Ages—, se dice que quemó a quinientas en tres meses, un obispo de Hamburgo, a seiscientas, un obispo de Wuzburgo, a novecientas.» Y así continuó la cuestión. El arzobispo de Tréveris, en 1586, envió a la hoguera a ciento dieciocho mujeres y dos hombres por sortilegios que prolongaron la estación invernal.

La responsabilidad pontificia

Sería necio insinuar que el papado fue el creador de la brujería. Existía antes de que apareciera el cristianismo y la Iglesia nunca la exterminó por completo. Aun así, es indudable que el papado desempeñó una función crítica en su pujante resurgimiento y en el cruel trato a las brujas.

Döllinger escribió en El papa y el concilio: «Todo el trato dado a las brujas fue el resultado, en parte directo y en parte indirecto, de la autoridad irrecusable del papa». Lea añade: «La Iglesia aplicó su irresistible autoridad para consolidar la creencia en el alma de los hombres. En las bulas papales, se aludió reiteradamente a los poderes maléficos de las brujas debido a la credulidad implícita de los creyentes».

Con anterioridad a Inocencio VIII, afirmar que las brujas poseían estos poderes era contrario a la fe; después de Inocencio, negarlo era una herejía, merecedora de la hoguera. La contradicción con la antigua doctrina era tan evidente que los teólogos tuvieron que recurrir a un subterfugio para referirse a ella. Los inquisidores sostenían que las brujas a las que se referían Acira y Graciano, las inofensivas, se habían extinguido. Una nueva y más vigorosa generación las había reemplazado; éstas eran las que se habían coaligado con el demonio para llevar a cabo una suerte de campaña satánica para contaminar el cuerpo social. La autoridad pontificia —en las personas de Inocencio VIII, Alejandro VI, León X, Julio II, Adriano VI y otros muchos— garantizaba la existencia de las brujas y sus poderes protonaturales, especialmente en el reino del sexo. Sin ir más lejos, en 1623, Gregorio XVI decretó que quienquiera que pactase con Satanás para causar la impotencia de los animales o dañar los frutos de la tierra debía ser condenado a cadena perpetua por la Inquisición.

Más tarde, en 1657, sin previo aviso ni explicación, una directriz de la Inquisición romana señalaría que, en mucho tiempo, no se había instruido ni llevado a efecto de forma correcta ni un solo proceso. Los inquisidores habían errado por la precipitada aplicación de la tortura y otras irregularidades. Ni una sola referencia acerca de la función de los papas sancionando la tortura y las mentiras, ni acerca de por qué muchos papas contradijeron la tradición afirmando la realidad de las brujas. Por encima de todo, no se formuló ni una sola palabra de compunción por las miles de personas que habían perecido en uno de los peores períodos de pesadilla de la historia europea.

Durante siglos, los papas orquestaron la puesta en práctica de un maniqueísmo por el que el demonio había pretendido dominar más de la mitad de la cristiandad. Ahora, sin una palabra de explicación, toda esta doctrina se desechaba, como si ningún papa hubiese incurrido en la necedad de sostenerla. Nunca es fácil excusarse por los errores. Para una autoridad que proclama no poder errar, resultaría casi imposible.

Un aspecto muy preocupante de la brujería era que el aquelarre se iniciase un viernes por la noche. ¿Cabe la posibilidad de que los inquisidores sugirieran a sus víctimas ese día, dado que coincidía con otra celebración demoníaca, la festividad sabática judía?

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