La paciencia.
Cuando el ser humano va desarrollándose en cuanto a sus sentimientos, sus pensamientos y sus estados de ánimo, como se ha descrito en los capítulos sobre la etapa preparatoria, la iluminación y la iniciación, produce en su alma y en su espíritu una estructura similar a la que
Antes de este desarrollo, el alma y el espíritu son masas no estructuradas. El clarividente las percibe como espirales nebulosas, esparciendo un débil esplendor, principalmente de color rojizo y pardo rojizo, o también amarillo rojizo, y que, después de cierto desarrollo, empiezan a resplandecer espiritualmente en colores verde amarillento y azul verdoso, presentando una estructura ordenada.
El ser humano alcanza tal estado ordenado y, con ello, conocimientos superiores, si introduce en sus sentimientos, pensamientos y estados de ánimo un ordenamiento análogo a aquel que
A continuación, daremos a conocer detalladamente algunos aspectos prácticos que forman parte de la educación superior del alma y del espíritu. Las reglas son de tal índole que, en principio, cualquiera puede observarlas, sin perjuicio de atenerse también a otras, y que le permitirán progresar algo en la ciencia oculta.
Debe aspirarse particularmente a fortalecer la paciencia. Cada expresión de impaciencia paraliza y hasta destruye las facultades superiores latentes en el hombre. No hay que esperar que, de un día a otro, puedan ganarse inmensas visiones de los mundos superiores, pues tal actitud generalmente contribuirá a que no se produzcan.
El sentirse contento con el más pequeño éxito, así como la calma y la serenidad, son cualidades que deben apoderarse cada vez mas del alma. Es comprensible que el discípulo espere los resultados con impaciencia, pero mientras no la domine, no conseguirá nada, y tampoco es útil combatirla en el sentido común de la palabra, pues el resultado sería acrecentarla.
Se vive en la ilusión de no tenerla, pero en realidad se ha hecho más firme en lo recóndito del alma. Sólo se logra un buen resultado si uno se abandona una y otra vez a determinado pensamiento, compenetrándose enteramente de él. Este pensamiento es el siguiente: "Ciertamente, debo hacer lo necesario para desarrollar mi alma y mi espíritu, pero aguardaré tranquilamente hasta que las potencias superiores me juzguen digno de la iluminación". Si este pensamiento cobra en el hombre bastante intensidad para convertirse en parte de su naturaleza, se progresa por el buen camino, y esto termina por reflejarse hasta en el semblante y lo externo del discípulo. Su mirada se tranquiliza, sus movimientos son seguros, bien definidas sus decisiones, y toda nerviosidad va desapareciendo de él. Referente a ello, hay que tener en cuenta ciertas reglas de conducta aparentemente insignificantes.
Por ejemplo, alguien nos ofende. Antes de nuestro discipulado oculto, habríamos dirigido nuestro resentimiento contra el ofensor; una oleada de cólera habría surgido de nuestro ánimo. Después, por el contrario, nace en el discípulo el siguiente pensamiento: "Semejante ofensa en nada afecta mi propio valor", y él adopta las medidas necesarias, pero con toda calma y serenidad, sin que el enojo influya en su actitud. No se trata, naturalmente, de tragarse cualquier afrenta, sino de buscar la vindicación del agravio infringido a uno mismo, con la misma calma y el mismo acierto como si la ofensa se hubiera dirigido contra otra persona a cuyo favor tuviéramos el derecho de intervenir. Hay que tener siempre presente la enseñanza oculta no se realiza a través de procesos ordinarios externos, sino por transformaciones sutiles y silenciosas del sentir y del pensar.
La paciencia ejerce un efecto atractivo sobre los tesoros del saber superior; la impaciencia, en cambio, un efecto repulsivo. Con la prisa y la inquietud nada puede alcanzarse en los dominios de la existencia superior. Ante todo, es necesario acallar la apetencia y el deseo inmoderado, dos cualidades del alma ante las cuales todo saber superior se retira a su propia esfera.
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